lunes, 22 de noviembre de 2010

El Hombre Vaciado



Los vacíos del hombre no sienten la nada 
de cualquier vacío.
Joâo Cabral de Melo


     A la hora de la conferencia la sala ya está abarrotada. Un borboteo de voces forma una nube invisible sobre las cabezas de los asistentes. Espero. Les hago esperar, observándoles. Pasan unos minutos y decido entrar. Lo hago por el lateral del pequeño escenario. Se oyen aplausos durante un largo instante. Permanezco de pie, frente a la multitud, mirando el vacío, sin fijarme en nada en concreto. 
     Al sentarme se calman las voces. Con un carraspeo doy comienzo a la lectura de mi conferencia. Totalmente concentrado en las palabras escritas, de vez en cuando alzo la mirada hacia el público. Están atentos, quietos en sus asientos. 
     Oigo cómo alguien tose tímidamente, y el suave frufrú de la ropa, y una respiración asmática en la primera fila. Todo normal. ¿Todo? 
     De nuevo levanto los ojos, y en mitad de la sala, una figura espera el encuentro con mis ojos. Disimulo. No puede interrumpirme. Miro. Sigue esperando. Opto por callar. 
     El resto de la asistencia sigue mirándome. Le indico que puede hablar. Mueve los labios, gesticula con sus brazos y manos, pero no oigo nada. 
     El hombre insiste a pesar de mi encogimiento de hombros. Hago un barrido por la sala con el índice sobre mis labios para hacerlos callar. Me miran atónitos. Aún no se han dado cuenta de que hay una persona hablando detrás de ellos. Agito los brazos para pedir calma, estoy a punto de levantar la voz para pedir silencio, pero nadie habla, sólo aquel sigue moviendo los labios, y sin embargo no oigo nada. 
     Me levanto nervioso. Le digo que hable más fuerte, que se acerque hasta mi. De un empujón la silla cae con estrépito a mi espalda. Me acerco al borde del estrado. Le hago señales evidentes y encarecidas de que venga. Pero él sigue en su monólogo silencioso.   
     Entonces estallo. 
Grito.
Me da igual.
Pierdo los estribos, la compostura y grito.
Grito con el terror del primer hombre que conoció la soledad.
Grito con el estruendo del primer río arrasador y a cada grito se me escapan las fuerzas, sudo, me agoto, me deshago.
Un zumbido como de colmena irritada llena mis oídos, lo llena todo hasta hacerse casi una imagen delante de mi.
Mi cuerpo se desploma roto por el cansancio.
El miedo explota en mis sienes y en mis ojos.
El caudal del miedo recorre mis venas inundándome por dentro, paralizándome.
El miedo me invade y me arroja de mi cuerpo.
Observo cómo me desmembra, me corta en pedazos que se van fragmentando a su vez en trozos más pequeños.
Hebras, hilos, briznas de mi se esparcen por el aire de la sala.
Una mitosis destructiva.
Y ese zumbido persiste, pero ahora se ha transformado en algo húmedo, gélido, viscoso, . . vacío.